Con excesivo entusiasmo, un sector de las organizaciones representativas de los pueblos indígenas de nuestro país y de ONGs que defienden sus derechos vienen celebrando la aprobación de la tan esperada “Ley de Consulta Previa, Libre e Informada”, acontecimiento histórico que, si bien es cierto merece destacarse por constituirse como un avance en el reconocimiento de los derechos colectivos de nuestros pueblos indígenas, debe tomarse con mucha cautela, dado que un somero análisis de su contenido permite vislumbrar algunos efectos nocivos que nadie que se identifique de verdad con la reivindicación histórica de estos pueblos y con la defensa de nuestro medio ambiente desea, pero que pueden ser desastrosos si no se realizan acciones urgentes de sensibilización e información.
En efecto, aunque esta ley puede resultar en cierta forma favorable para las comunidades campesinas o nativas que tienen una oposición claramente definida e informada frente a las industrias extractivo-depredadoras- contaminantes (minería, petróleo, gas, centrales hidroeléctricas, cultivo de transgénicos, biocombustibles, etc.), no es menos cierto que lo mismo no ocurre en el caso de aquellas comunidades cuyos miembros cuentan con poca información al respecto o que, simplemente, son susceptibles de ser engañados por las empresas transnacionales en complicidad con algunos de sus dirigentes comunales. Situación esta última que puede terminar legitimando la usurpación y el despojo de sus territorios ancestrales, además de la destrucción de su entorno ambiental, con el discurso de que dichas industrias son las únicas que les pueden traer el tan ansiado “desarrollo económico” y el “progreso” que el Estado y la sociedad criolla les han negado toda la vida.
Esto que estamos advirtiendo no lo hacemos, claro está, porque seamos cómplices de las transnacionales o porque estemos de acuerdo con los neoliberales que creen que esto va a espantar a la “inversión privada”. ¡No!, ¡nada de eso! Lo único que tratamos de advertir desde ahora mismo a las organizaciones indígenas y a sus aliados es que esta ley no es la solución para los terribles problemas sociales y ambientales que padecen las comunidades originarias por culpa del gran capital y del Estado. En efecto, somos de la opinión de que ni esta ley ni el derecho a la consulta en sí mismos son los mejores instrumentos para frenar la invasión destructora de las industrias extractivas. Simplemente, estamos seguros de que, con su aprobación, se inicia una nueva etapa en el proceso de expoliación del que han sido víctimas históricamente los pueblos indígenas de nuestro país, proceso de despojo que probablemente cobrará mayor fuerza al revestirse con la legalidad de un tratado internacional como es el Convenio N.º 169 de la OIT y el “consentimiento” de las comunidades[1].
Y la razón de ello, a nuestro modesto entender, es una muy simple: que mientras el Estado y el conjunto de la sociedad peruana no respeten de verdad los derechos de nuestra Madre Tierra, el pleno e irrestricto reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas seguirá siendo una utopía.
Pero, volviendo sobre los efectos negativos que puede generar la consulta previa, quizás sirvan para ilustrarnos algunos casos recientes. Por ejemplo: ¿podemos imaginarnos el desastre ecológico que le ocurriría a la cuenca del río Casma y a las trece lagunas ubicadas dentro de los territorios de la comunidad campesina de Ecash (provincia de Yungay, Ancash), si esta comunidad acepta -como al parecer sucederá- ceder sus tierras para la explotación del proyecto minero “San Luis” de la Empresa Reliant Ventures S.A.C.?
¿Y, si se hubiera realizado la consulta previa a las comunidades de influencia directa del proyecto de exploración minera “Huambo”, de la empresa “Chancadora Centauro”, qué sería hoy de la laguna Conococha? Recordemos que fue gracias a la Junta de Usuarios de los ríos Santa, Fortaleza y Pativilca y no a las comunidades aledañas, que esta laguna está intacta, pues si se le hubiera consultado a la Comunidad Campesina de Huambo (propietaria de las tierras donde se ubica la laguna) ésta hubiera dado su consentimiento al proyecto, pues sus miembros estaban de acuerdo con su ejecución.
De la misma forma, no olvidemos que fue gracias al Comité de Regantes de Cruz Pampa y al FEDDIP Ancash que se lograron proteger y defender los ochenta y un ojos de agua que se ubican en el Cerro Condorwain (Áncash), pues si la decisión hubiera estado en manos de las comunidades campesinas de Miguel Grau de Shecta y Casacancha, seguramente a estas alturas la empresa Barrick ya estaría operando sin mayores problemas en la zona y dichos manantiales ya no existirían.
Como ya hemos dicho, la Ley de Consulta Previa no es la solución que se nos ha querido hacer creer desde un inicio a quienes nos identificamos con las luchas reivindicativas de las comunidades originarias; ni salvará a los pueblos indígenas de la voracidad de las empresas transnacionales; ni les librará del genocidio encubierto que actualmente vienen sufriendo a través las actividades energético-extractivas. Esta Ley no es un fin en sí misma, sino que, mal aplicada, constituye un arma de doble filo que puede terminar exterminando a quienes supuestamente busca proteger.
Pero, analicemos otra cara del problema: con esta ley, el Estado está renunciando totalmente a su rol tuitivo o de protección de un sector especialmente vulnerable como es el de los pueblos indígenas, pues, en el caso de que éstos decidan ceder sus territorios para la realización de un proyecto minero o petrolero, por ejemplo, simplemente terminarán exterminándose o “suicidándose” en su calidad de pueblo originario, aniquilando su cultura viva, perdiendo su identidad y existencia como pueblo indígena o, para usar un término que lo resume todo, acabará “occidentalizándose”, como ya ha ocurrido con muchas comunidades de Cajamarca y Áncash. Todo lo cual resulta un absoluto contrasentido con el espíritu del Convenio N.º 169 que, junto con la Declaración de la ONU sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, en teoría lo que buscan es garantizar la supervivencia de estos grupos humanos.
Y como esta ley, como todas las demás, parte de un enfoque antropocéntrico (motivo por el cual refuerza el criterio de que los seres humanos pueden disponer como se les antoja de la Naturaleza según convenga a sus intereses), lo que permite en la práctica es que algunas comunidades favorables a las empresas transnacionales (ya sea como consecuencia de la mentira o de la corrupción del vil dinero) dispongan libremente, por ejemplo, de las aguas superficiales y subterráneas que irrigan toda una cuenca y que dan vida a todos los demás seres vivos que habitan en ella. Con lo cual, las comunidades terminarán convirtiéndose en cómplices, cuando no en responsables directos, de la desaparición de ecosistemas y de especies que resultan claves para su propia existencia y la de los demás seres.
Esta ley, que padece de muchas deficiencias, hubiera sido no obstante mejor recibida si hubiera dispuesto que, en aquellos casos en los cuales se demostrara -sobre la base de sólidos argumentos técnicos y científicos- que un determinado proyecto podría poner en peligro a los pueblos indígenas ubicados dentro de su área de influencia (afectando gravemente, por ejemplo, la calidad de sus aguas o destruyendo ecosistemas vitales para ellos), no fueran ejecutados de ninguna manera aun cuando contaran con el visto bueno de las comunidades consultadas, pues ante todo es indispensable salvaguardar la pervivencia de esos pueblos. Pero, por supuesto, pedir esto es casi un sueño imposible de realizar cuando dicha ley otorga al propio Estado la decisión final sobre la ejecución de la medida puesta a consulta.
Vista así las cosas, no resulta para nada extraño que esta ley haya contado con el visto bueno de todas las bancadas, o sea, de toda la derecho peruana, desde la APRA hasta Unidad Nacional, pasando por el propio fujimorismo. Total, salvo algunos pequeños ajustes, este es el mismo proyecto que en su oportunidad no quiso firmar el gobierno aprista a pesar de todas las críticas que se hicieron a su contenido.
De igual forma, resulta por decir lo menos curioso que los supuestos "medios de información" adeptos al gran capital no hicieran el escándalo que tendría que haber ocurrido si esta norma en verdad pusiera en peligro los intereses de los grandes inversionistas. Entre ellos ha primado una mesura y un silencio más que sospechosos, que más bien nos dan que pensar en un posible canje entre la aprobación de esta ley a cambio del irrisorio gravamen a las utilidades mineras. Quizás, simplemente piensan igual que el embajador del Reino Unido en nuestro país, quien ha señalado que esta ley “generará un mayor incremento de las inversiones extranjeras en el Perú”. ¿Cómo la ven? Más claro, el agua.
Por todo ello, las organizaciones indígenas deben estar hoy más atentas y activas que nunca, y deben emprender verdaderos trabajos de base que busquen concientizar y sensibilizar a las comunidades sobre la enorme responsabilidad que les concede esta ley, remarcando que este derecho, bien utilizado, puede constituirse en el futuro como un mecanismo efectivo para recuperar la autodeterminación de la que gozaron desde siempre y que les fue arrebatada con la invasión europea. Y para recuperar esta autodeterminación, indispensable será que también fortalezcan y consoliden sus propios modelos de desarrollo económico, revalorando y potenciando actividades tan maravillosas y amigables con el medio ambiente como la agricultura tradicional, gracias a la cual el mundo entero hoy goza de alimentos de inigualable calidad, y sobre la base de la cual se estructuró esa enorme cultura andino-amazónica que fue el Tahuantinsuyo, que como ninguna otra en todo el planeta supo colocar en el centro de la vida humana a la Madre Tierra y desarrolló un espíritu comunitario y de fraternidad universal que aseguró una auténtica calidad de vida a todos sus habitantes.
[1] Al respecto, no está de más recordar uno de los mecanismos con los cuales los colonos británicos y franceses arrebataron sus tierras a las naciones indígenas de Norteamérica: por medio de contratos privados a través de los cuales, aplicando métodos fraudulentos, se obtuvo el “consentimiento” de los indígenas para ceder sus tierras a los invasores. Con lo cual, dichos abusos adquirieron la legalidad deseada.
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